Es un hecho lamentable que cada día son más los niños que transitan por la primera infancia sin suficiente estimulación. Más allá de los cuidados básicos, desde que llega al mundo, el ser humano necesita del vínculo de afecto a través del cual se van entrenando todos sus procesos psicológicos. No se nace inteligente, no se nace con competencias emocionales y habilidades sociales. Mucho depende de tener unos padres implicados afectivamente, que al dar amor y seguridad a su bebé, ya están iniciando la estimulación requerida. Durante el primer año de vida el vínculo de apego con la madre y el padre, marca la capacidad de relacionarse con otros que luego se tendrá a lo largo de la vida.
Uno de los tantos beneficios que ofrece la lactancia materna es que facilita el contacto físico y directo de la madre y su bebé. Es un momento ideal para mirarlo a los ojos, conversarle, sonreírle, cantarle, comunicarse de todos los modos posibles e ir conociéndolo. El niño también se comunica, hace contacto visual, se ríe, emite diferentes sonidos que son su forma de lenguaje. Y disfruta inmensamente esa relación. Una madre implicada afectivamente con su bebé conoce sus expresiones, sabe qué quiere decir un quejido o un llanto en diferentes circunstancias. Puede resultar asombroso para otras personas esta capacidad de descifrar las necesidades del niño. Es la magia que emana de un vínculo biológico que se hace más potente cuando hacemos uso de la esencia social que nos distingue como especie.
Pero para que esto suceda existen algunas condiciones. Una de ellas es la propia capacidad de vínculo que tengan esos padres, lo cual se deriva de su historia personal y se remonta hasta su primera infancia. Otra muy importante es la necesidad que los llevó a convertirse en padres. No debe ser simplemente porque la edad fértil se acaba, porque existen presiones familiares o porque sentimos que es lo que toca para tener completo un proyecto de vida. No fluye esa magia de la que hablamos si el bebé llega sin haber sido el resultado de un verdadero y auténtico deseo de tener un hijo. Estar listos para eso no es solamente tener los recursos y condiciones materiales, es sobre todo la preparación psicológica. No es “jugar a las casitas”; se trata quizás del acto de mayor responsabilidad de nuestras vidas adultas y hay que tener conciencia de ello. Porque de ese primer paso, dependerá mucho el bienestar psicológico de ese niño y también de sus propios padres.
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