Todo el sol que nos perdimos*

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Psicoanálisis

A los doce años descubrí a Ray Bradbury y su cuento “All summer in a day”, que marcó notablemente mi relación con la literatura. Todavía conservo en mi memoria la emoción que me produjo aquella historia. He leído mucho a lo largo de mi vida, pero ese relato me ha acompañado siempre, por la terrible belleza de su argumento y la asombrosa economía de palabras para contar una metáfora de la condición humana.

En el planeta Venus llueve sin cesar. No es una lluvia cualquiera. Es una lluvia que ha obligado a los humanos instalados allí a vivir un perpetuo confinamiento en una ciudad aislada del mundo exterior. Afuera, es el sonido atronador del agua que sucesivamente hace crecer una jungla infinita, para luego pudrirla y más tarde conseguir que vuelva a brotar. Dentro, están los humanos que se han habituado a soportar el ruido incesante de la lluvia, de las olas que golpean furiosas la cúpula de cristal que cubre la ciudad. Sucede -y los científicos pueden predecirlo con absoluta exactitud- que cada siete años hay un día y una hora en que la tormenta crónica cesa y los habitantes disponen de tan solo dos horas para salir, ver y sentir el sol. Tan solo dos horas. Luego, el cielo volverá a cerrarse sobre sí mismo ocultando la gran estrella de fuego. Los científicos, a diferencia de lo que sucede hoy, saben. Conocen perfectamente la ley que rige ese fenómeno. El argumento del relato es así. En una clase de niños de nueve años, ninguno de ellos recuerda el sol. Lo han estudiado en la escuela, han oído y leído muchas historias sobre esa gran moneda de oro que solo se deja ver cada siete años, han mirado fotografías y vídeos, pero ninguno recuerda lo que sucedió cuando tenía dos años. Ninguno, salvo Margot.

Margot sí lo recuerda, porque ella ha llegado del planeta Tierra hace solo cinco años, mientras el resto de sus compañeros nació en Venus. Por lo tanto, ella ha visto muchas veces el sol y lo recuerda muy bien. Pero es una niña autista y su condición, sumada al hecho de que sus compañeros no pueden soportar que ella recuerde lo que es el sol, que pueda hablar de lo que se siente bajo su calor, la convierten en objeto de odio. Margot es la excepción, capaz de hablar sobre aquello que los otros no recuerdan. Entonces el pequeño grupo -que es en definitiva la representación de la dinámica de la masa– decide encerrarla en un armario. Llega por fin la hora largamente esperada. La maestra llama a todos los niños, los reúne junto a una de las puertas que dan al exterior, y cuando el sistema recibe la orden la puerta se abre dejando que el grupo salga corriendo a ver y sentir el sol. El silencio es tan intenso que los niños se llevan las manos a los oídos. Un silencio que resuena más fuerte que el rugido de la lluvia al que están acostumbrados. Los cuerpos se solazan, corren, se revuelcan. Todos gritan, cantan, no dan crédito a lo que pueden vivir. Han sido advertidos de que no deben alejarse, que solo son dos horas, y por eso mismo quieren vivirlas en toda su intensidad. Las primeras gotas de lluvia anuncian que aquel raro mundo recobra su dramática dinámica. Corren de vuelta a la puerta de cristal, que se cierra dejándoles ver el cielo plomizo y el regreso del diluvio. Alguien suelta un grito. “¡Margot”. De repente, se dan cuenta que la han olvidado. Todos se miran entre sí, angustiados por la complicidad que les ha llevado a cometer un acto de inaudita crueldad, y del olvido que los hermana en una culpa compartida. Aquel que ha recordado, da la orden de ir. Acuden en tropel al armario y despacio, muy despacio, abren la puerta y liberan a Margot. Margot atrapada en la soledad de su propio ser. Margot prisionera de la maldad de los otros. Los otros, a su vez, cautivos en un mundo aislado de la vida desbocada. Tres figuras del confinamiento, una dentro de la otra, como en el juego de muñecas rusas.

Al proyectar la acción en un grupo de niños, Bradbury consigue crear una atmósfera sobrecogedora. Queremos creer -necesitamos creer- que la infancia es un territorio incorrupto que el paso de los años y la madurez destruye y envenena. Pero el odio, el rechazo y el sadismo dan sus primeros retoños muy tempranamente, tanto que nos resulta insoportable admitirlo. Una de las tantas razones por las que Freud es imperdonable. Hoy, confinados para soportar esta lluvia que los científicos no saben cuándo habrá de detenerse, pienso en Margot. Siempre hay uno que asume la excepción del conjunto, y que por ello paga un precio caro. No solo el amor nos hermana, sino también la culpa. Bradbury leyó a Freud, y su maravillosa recreación del mito de Totem y Tabú (en el que los hijos confraternizan por el pecado fundacional que los ha manchado para siempre) es una obra que forma parte de la literatura imperecedera. El mundo se torna poco a poco un universo concentracionario en el que estamos atrapados. Afuera, la lluvia nos destruiría en un abrir y cerrar de ojos. Adentro, podemos destruirnos entre nosotros mismos. Pero la obra de Bradbury siempre acaba encontrando una salida para la redención. Aunque sea tarde, hay al menos uno. Uno que recuerda. Uno que asume el deber ético de la vergüenza y consigue abrir una puerta.

*Publicado en el perfil de Facebook del autor quien tuvo la cortesía de permitir compartirlo en SicologíaSinP

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Gloria Yolanda Medina N
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Gloria Yolanda Medina N

Excelente! Me recordó a William Golding el señor de las moscas tambien

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SicologiaSinP.com - Gustavo Dessal

Psicoanalista y Escritor

Miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis. Docente del Instituto del Campo Freudiano en España. Profesor itinerante en Argentina, Bolivia, Brasil, USA, Italia, Francia, Inglaterra, Irlanda, Polonia. Ha escrito libros de psicoanálisis y también de ficción. Reside en Madrid desde 1982. [...]