El pensamiento constituye una ética, un ethos, un modo de ser-en-el-mundo, de estar-ahí, situándose esta postulación íntimamente en sintonía con la visión de Michel Foucault. Ahora bien, trataremos de ir un poco más lejos, como lo veremos en breve, estableciendo que no es cualquier pensamiento aquel que puede fundar una nueva ética, sino precisamente aquel que se presenta como crítico.
Es por eso que, en este punto, una referencia obligada será el libro La ética del pensamiento: para una crítica de lo que somos, cuyo cuidado editorial estuvo a cargo de Jorge Álvarez Yágüez y el cual, además de tener una recopilación de textos seleccionados del filósofo francés por: a) su novedad y b) su relevancia, cuenta con un interesante ensayo previo de este editor-traductor que da origen al título de la obra misma: “Introducción. Una ética del pensamiento”. En esta obra, puede hallarse con llamativa precisión un modo de interpretar el discurso foucaultiano y, más exactamente, el espíritu de su conjetura:
“Foucault habla de «actitud», «actitud crítica», y emplea muy significativamente el término griego ethos. (…) hay inserto un ethos, un determinado talante, una relación de carácter práctico. El atravesamiento del pensamiento por la temporalidad comporta esta otra dimensión, un compromiso del propio sujeto de pensamiento con ella. (…) es un ethos, pero ethos de pensamiento.”
Bien podría decirse que más que una hipótesis es una aseveración. Foucault introduce una manera de aprehender nuestro ser-pensante, allende la crítica sobre el sujeto del conocimiento “puro” y transparente que ha tenido entre sus principales mentores a Nietzsche, Marx o, desde luego, el mismo Freud, clásicos cuestionadores del cogito cartesiano o del sujeto socrático racional. Hay algo kantiano en su postulación puesto que se rescata la instancia subjetiva pensante (como en Lacan, donde el Cogito no es, a nuestro entender, abandonado sino subvertido) pero a condición de invertir el abordaje de este último filósofo, esto es, haciendo primar la «ontología del presente» por sobre lo que Foucault llama la «analítica de la verdad». Tal como dice Á. Yágüez:
“De ese enfoque [kantiano] se separa Foucault, para, (…), invertir la perspectiva, hacer primar el lado de la ontología de nosotros mismos, el lado de la Aufklärung, y entonces el conocimiento, lejos de verse en un cierto plano de autonomía, del que se desprenden efectos de dominación, se comprende profundamente ligado a los mecanismos de poder…”
O sea, no se trata de refutar toda idea de sujeto, e inclusive de sujeto pensante, sino de acentuar que, en ese ser sujetado al lenguaje que es el hombre, aquello que más lo compromete consigo mismo como sujeto de la palabra, a la vez, más fuera de sí lo pone, más lo ex-centra y descoloca de toda pretensión unificante, integradora. Una ética del pensamiento comporta un cuestionamiento radical del conocimiento considerado válido per se. Implica introducir la concepción de que la verdad es un efecto que remite a una instancia de poder que autoriza o desautoriza los enunciados, los discursos, erigiéndose como la única enunciación posible. Es tarea del pensamiento crítico desbaratar esa pantomima de un decir último que, cual voz divina, delimitaría de manera definitiva qué es digno de ser pensado y qué no lo es. Es trabajo del psicoanálisis introducir que toda verdad es sin verdad, porque el recodo definitivo del universo simbólico es la ausencia de tal “universo”, la carencia de esa garantía que llamaríamos metalenguaje.
Hay un poder, una violencia simbólica que da luz al sujeto del lenguaje. Pero ese proto-sujeto yace alienado al dicho oracular del Otro no barrado. Estulto del goce ajeno. Es tarea del desasimiento salir del hacerse-hacer pulsátil – activo y masoquista – que yace detrás de la obediencia racional, recobrando la potencia absoluta del objeto, en un acto de hacerse-valer que altera las derivas fijas de la pulsión en tanto implica la subversión de su sujeto. El deseo es una transmutación económica.
En la segunda cita que da inicio a esta segunda parte, encontramos un despojarse del delirio de grandeza que puede envolver al intelectual epocal, cuando este pretende presentarse como un ser excepcional enteramente coherente en su accionar y que estaría más allá de las contradicciones propias de su pensar crítico. Es decir, la falla y el no-fanatismo no lo tornan menos comprometido con la causa, porque ésta no es él mismo sino algo que está por fuera de sí. Por lo demás, esta excentricidad – o extimidad, en términos lacanianos – con respecto a lo social (decir “Humanidad” es mucho) es muy importante de ubicar, yendo a la temática específica que abordaremos aquí, dado que creemos que allí estriba justamente la libertad subjetiva que lo devuelve al plano de los seres mortales y sexuados; en definitiva, castrados.
Sin embargo, por otro lado, ese desprendimiento personal no lo exonera, tampoco, de estar efectivamente involucrado en la Historia que lo enmarca, seguramente no ya como ciudadano común, persona o militante partidario, sino en su producción teórica o discursiva en tanto tal. Para decirlo claramente: no hay ninguna manera de concebir críticamente el pensamiento de tal o cual autor, sin sostener una sagital interrogación por el atravesamiento histórico de ese pensar que desborda la limitada concepción del mismo como mera racionalidad yoica basada en conceptos que detendrían lo real en su multiplicidad. Lo que se dice “conceptualización”, “abstracción”, “sistematización”, “explicación”, “formalización”, “objetividad”, etc. Es decir, como plantea Jorge Álvarez Yágüez refiriéndose exactamente a este atravesamiento del pensamiento por la temporalidad:
“… el tiempo penetra el pensamiento mismo, en el sentido de que determina su tarea, le da una finalidad, que es, de manera circular, concerniente al tiempo mismo interrogado, le confiere una naturaleza distinta puesto que en su interior lo más propiamente universal, el estricto plano del pensar, del concepto, de la teoría, de lo universal, se ve cruzado por la temporalidad, lo concreto, lo particular.”
Como decíamos antes, no se puede concebir la verdad sin reconocer las condiciones históricas que la determinan en su particularidad, porque si no volvemos a la calamidad sustancialista, esencialista (acrítica, apolítica, a-histórica), de la que ciertos lacanianos – tan enamorados de su delirio como de sí mismos – renegatoriamente participan. Pensar es lo que se resiste a ser pensado epocalmente, implicancia política del sujeto cognoscente que lo desmarca de toda pretensión de “alma bella” y de todo fantasma de objetividad.
Yendo al campo psicoanalítico – es decir, para ponernos críticos allí también -, creemos encontrar una solidaridad entre estas ideas con las inquietudes del psicoanalista Néstor Bolomo quien, en un texto titulado “Sobre el Pensamiento del afuera”, asevera:
“La cuestión de cómo se escucha y cómo se lee (…) están absolutamente presentes en Foucault cuando vuelve a poner en primer plano la cuestión de las condiciones históricas, sociales y políticas de la verdad. La posición puede parecer próxima al marxismo más clásico, pero creo que corresponde tomarla como una consideración de las determinaciones de la enunciación en el campo de la verdad.”
De esta manera, se vuelve imperativo pensar determinadas coordenadas contemporáneas, para inquirir sobre qué en nuestro pensar es repetición sin diferencia (automatón) y qué puede ser repetición con diferencia (tyche).
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