Corónica del mundo exterior (Parte 2)

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Psicoanálisis

Las primeras cuarenta semanas de nuestra llegada a la vida transcurren en estado de cuarentena, flotando como astronautas en la cápsula materna. No sabemos gran cosa sobre lo que le sucede al feto allí adentro, pero en algún momento tiene que salir. Los psicoanalistas (Freud incluido) han llevado a debate si el nacimiento constituye un trauma, y nunca ha habido un gran acuerdo al respecto. Me intereso en estos días por lo que experimenta la gente ahora que puede salir de los claustrofóbicos úteros donde ha permanecido algunos meses. No todos están contentos. Algunos incluso echan de menos la reclusión forzada. Tienen razón: el mundo ya no se parece al que conocimos. Una persona de gran talento y que escucho desde hace varios años me confesó lo que había visto: “La estupidez humana”. Se está mejor en casa que en la calle, donde los dueños de España se pavonean a cara descubierta. Las mascarillas son para maricones o comunistas. O ambas cosas juntas, lo cual es ya el colmo. Se está mejor en casa que en una sesión del Parlamento español, donde la jauría no cesa de enseñar los dientes. Se está mejor en casa que en Minneapolis, donde la policía sale a cazar negros cimarrones.

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Belle, la hipopótamo que sobrevivió al sitio de Leningradoy a la guerra

Supongo que los cuidadores de los zoológicos respiran aliviados por tener un trabajo que no los obligue a alternar mucho con los humanos. Durante el sitio de Leningrado, los animales del zoo que no murieron destrozados por las bombas alemanas lograron sobrevivir gracias al esfuerzo heroico de sus cuidadores. La gente comía hasta suelas de zapatos, pero los cuidadores del zoo salvaron a Belleza, una hembra de hipopótamo que además necesitaba agua. Iban a buscar el agua al río Neva con escudillas y la traían corriendo entre las balas para que el animal no se deshidratara. Y a nadie, en medio de semejante carnicería y hambre, se le ocurrió comerse a los animales del zoo, como ocurrió en muchas partes de Europa. La hipopótamo se convirtió en un símbolo de la decencia y la dignidad humanas. Hoy estamos muy lejos de todo aquello: la derecha ya no se conforma con matar elefantes y exige carne roja. Después de tres meses de encierro y con el estómago lleno, los bárbaros han puesto a la mitad de España en un estado de alarma no decretado: gritan que el coronavirus y las medidas de reclusión son coartadas del gobierno para implantar el comunismo.

“He visto la estupidez humana”, me dijo esa persona con su habitual estilo sintético y aforístico. Hay muchas hipótesis para explicar por qué las pandemias dejan tan poca huella manifiesta en la memoria humana. Se recuerdan las guerras, se olvidan las pestes. Elizabeth Outka, que ha estudiado la gripe española y su influencia en la literatura de entreguerras, opina que la dificultad estriba en el hecho de que la carga de sinsentido que supone la muerte en una epidemia es radicalmente más traumática que la de una guerra, que al menos admite la significación del sacrificio. Por lo visto, y sin un Dios que lo explique, el COVID 19 hace más daño en el alma que un obús. Quizás porque el enemigo es invisible, está en todas partes y en ninguna, y para eso es muy útil el odio. El odio se lleva mejor con lo real, con aquello que no nos cabe en la cabeza pero que necesitamos nombrar como sea. Para eso, el amor no sirve. Ya se ha demostrado con lo poco que nos duró. Las primeras semanas nos amábamos con locura. Ahora, de eso solo queda la última parte, la de la locura. 

El 26 de abril de 1564 el vicario de la Iglesia de la Sagrada Trinidad en Stratford-upon-Avon anotó el bautizo de un tal “Gulielmus filius Johannes Shakspere” (sic). Pocos meses más tarde, informa el historiador Stephen Greenblatt, el vicario apuntó la muerte de Oliver Gunne, aprendiz de tejedor, y añadió al margen: “hic incipit pestis” (“aquí comienza la plaga”). Una quinta parte del pueblo murió en esa ocasión, pero el niño William Shakespeare se salvó. La realidad de la peste acompañó la vida entera del genio, que a lo largo de su carrera hubo de cerrar y reabrir su teatro docenas de veces, con los mismos perjuicios económicos de ahora pero sin ayudas estatales. Aún sin conocer absolutamente nada sobre los mecanismos biológicos del contagio, los funcionarios de gobierno ya sabían que era imprescindible que la gente se quedase en sus casas y se evitasen las aglomeraciones en los espacios públicos. Pese a la presencia casi crónica de la peste bubónica en la época que le tocó vivir, Shakespeare hace un uso sutil del tema en sus obras, de manera tangencial, y se sirve de ello como un engranaje más en la dinámica de la tragedia humana. En Romeo y Julieta, el fraile Laurencio le pide a un cofrade que le lleve un mensaje fundamental a Romeo, informándole de la poderosa droga que va a hacer que Julieta parezca muerta. El fraile que debe llevar el mensaje es puesto en cuarentena por sospecharse que está apestado, y no consigue hacer llegar la nota a Romeo. Ignorando lo que sucede, Romeo cree que Julieta ha muerto, y decide a su vez seguirla hasta el final. Hoy es todo mucho menos glorioso, y la idiotez campa por todas partes, con banderitas nacionales, reivindicaciones identitarias y cócteles de lejía. Leamos de nuevo a Shakespeare. Allí está todo, aunque en su época no hubiese internet.

*Imagen de portada, Romeo y Julieta por Sergio Cupido

Corónica del mundo exterior (Parte 1)

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SicologiaSinP.com - Gustavo Dessal

Psicoanalista y Escritor

Miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis. Docente del Instituto del Campo Freudiano en España. Profesor itinerante en Argentina, Bolivia, Brasil, USA, Italia, Francia, Inglaterra, Irlanda, Polonia. Ha escrito libros de psicoanálisis y también de ficción. Reside en Madrid desde 1982. [...]