Epilepsia desde una perspectiva ontogenética

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Epilepsia

Para comprender cómo se genera la situación psicosocial del paciente con epilepsia, es imprescindible conocer la repercusión que tiene la enfermedad y los criterios de los individuos acerca de esta a lo largo del ciclo vital. Las crisis epilépticas son relativamente frecuentes durante la niñez. Se considera que 8 de cada 1 000 niños las padecen al menos una vez. Si bien algunas formas benignas de esta enfermedad desaparecen espontáneamente a medida que el niño madura, en la mayoría de los casos persiste en la edad adulta. Según sea la gravedad de la epilepsia, aparecerán problemas y conflictos en la familia que pueden llegar a afectar su funcionalidad. Se plantea el problema de que cuando el control de los ataques no es efectivo, la familia llega a convertir esa situación en el punto focal de sus actividades. Restringen la vida del niño y sus propias vidas, además de que refuerzan el temor comprensible que siente el niño hacia las crisis.

El niño con epilepsia suele ser sobreprotegido y se obstaculiza el desenvolvimiento de sus potencialidades individuales. De esa forma va surgiendo el lamentable estado de miembro enfermo, que excede la verdadera necesidad y determina serias desventajas para todos. No hay razón científica alguna que le impida llevar una vida prácticamente similar a la de sus coetáneos. Los avances actuales de la ciencia médica permiten un efectivo control de las crisis, en la mayoría de los casos.

En cuanto al área escolar se puede asegurar que el niño con epilepsia, sin ninguna otra enfermedad del sistema nervioso, puede adaptarse sin dificultad a la escuela y no debe presentar problemas en el aprendizaje o en la conducta. Sin embargo la actitud y expectativa de los padres, sí influyen de manera significativa en el rendimiento académico y en la conducta psicosocial del niño. Los trastornos del aprendizaje son muchas veces exagerados debido a la creencia (bastante generalizada, pero falsa) de que la epilepsia y el retraso mental están íntimamente relacionados. Por otro lado, se habla de acciones violentas y destructivas que el niño corrientemente ejecuta durante sus actividades sociales. Si bien se sabe que la crisis epiléptica parcial compleja (psicomotora) y la generalizada tónico-clónica (gran mal) muestran una conducta ligeramente más violenta, es válido precisar el hecho de que esos tipos de epilepsia solo afectan al 25 % de los pacientes.

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Es mucho más probable que esa conducta sea una legítima defensa al trato diferente que el niño va recibiendo en el seno de la familia y en la escuela. El propio maestro puede cometer el error mencionado si se preocupa excesivamente por la posibilidad de precipitar inadvertidamente una crisis, o si es contagiado con creencias imprecisas, que pueden transmitirle los padres del niño. Se sabe que muchos maestros viven aterrorizados por la perspectiva de una crisis epiléptica en el aula. Los padres del resto de los infantes pueden estar en desacuerdo con el hecho de que sus hijos presencien los ataques, por lo desagradables y excitantes que pueden resultar.

La excesiva protección, extendida ahora al aula, va aislando cada vez más al niño de sus compañeros. Poco a poco va siendo identificado como solitario, irritable, falto de interés e impopular, sin que nadie se percate de que es el resultado legítimo de que el niño reconoce que es diferente de los demás. La adaptación relativamente mala y la lentitud en el aprendizaje que presenta el niño con epilepsia, no guardan -por lo general- relación alguna con su enfermedad. Tampoco los trastornos de conducta son ajenos a ese análisis.

El maestro debe ser informado por un especialista. Debe saber qué hacer ante una posible crisis en el aula. El peligro real al que se enfrenta un niño que tiene una crisis en la escuela es mínimo. Integrar al niño en actividades sociales y deportivas que no resulten verdaderamente riesgosas es la esencia de un tratamiento individualizado, pero no segregativo. Si los padres tuvieran una visión realista de las potencialidades de su hijo y lo ayudaran un poco más, la situación podría ser diferente. Sin embargo, por lo general lo limitan, le trazan objetivos pobres, lo aferran a la familia y le impiden que desarrolle relaciones sociales normales. Cuando el control sobre él no funciona, puede aparecer, solapadamente, cierto rechazo, que tiende a acrecentarse en edades posteriores.

En la adolescencia, la problemática propia de la edad llega a complicarse de manera significativa. La necesidad de independencia y de identidad entra en contradicción no solo con el control familiar, sino con restricciones que, necesariamente, la enfermedad impone: medicación sistemática, abstinencia etílica y así evitar situaciones riesgosas. Puede aparecer la frustración al no poder seguir el estilo de vida de sus contemporáneos. La madurez no supera los problemas vinculados con la enfermedad convulsiva, sino que surgen otros nuevos. El adolescente con epilepsia puede estar tan incapacitado por su trastorno como lo estaba en la infancia, pero ahora coopera poco y se deja orientar mucho menos. La única vía para ir solucionando este problema es ir dando al niño más responsabilidad en sus propias actividades y en el manejo de sus crisis, para que, cuando insista en ser independiente, esté más preparado para serlo y enfrente adecuadamente el impacto de la epilepsia sobre su salud.

Si se quiere promover una autorregulación efectiva y responsable en el niño, el adulto debe abstenerse de imponerle limitaciones subjetivas como resultado de sus temores irracionales y desmedidos. La sobreprotección que actúa como un lastre y atenta contra el valor y el desenvolvimiento de sus potencialidades en las distintas esferas de la vida genera entre otras cosas, el empobrecimiento de la autoestima, el desarrollo de un estilo de enfrentamiento tipo negación y de una baja tolerancia a la frustración, la aparición de autolimitaciones y el desplazamiento de la responsabilidad por el cuidado y mantenimiento de la salud hacia aquellos que se la proporcionan.

Tal y como se afirma en relación con otras enfermedades que afectan la niñez, es importante que se conozca y se cumpla lo que el niño no puede hacer, pero tal vez mucho más importante, tanto desde el punto de vista biomédico como psicosocial, es que se conozca lo que el niño sí puede hacer, y no solo que se conozca, sino que se promueva. Una adecuada concepción de la responsabilidad incluye tanto al niño como a sus familiares y debe partir de la aceptación de la enfermedad como condición intrínseca de su vida, de la incorporación de las limitaciones objetivas que impone a su estilo de vida y del desarrollo de comportamientos que protejan la salud.

Cuando el adulto con epilepsia recibe un tratamiento biológico y psicológico eficaz, no tiene prácticamente limitaciones en su vida personal. Tanto la esfera laboral como la recreación, la sexualidad y las interacciones familiares, pueden ocurrir de manera normal. Sin embargo, la realidad es que ello sucede en la minoría de los casos. El niño sobreprotegido, aislado y consciente de su condición de diferente, que diera lugar a un adolescente rebelde, se convierte ahora en un adulto pesimista y agobiado ante la posibilidad de sufrir una crisis.

La inadaptación social y los inadecuados estilos de vida constituyen males comunes que afectan al paciente con epilepsia. Se requiere no solo de una atención especializada para superar tales dificultades, sino además, de la cola- boración estrecha de los familiares, para conseguir los objetivos propuestos. Otro de los males que aquejan con frecuencia a esos pacientes es el sentimiento de culpa, especialmente si la enfermedad es consecuencia de un traumatismo craneal durante un accidente. Además, puede sentirse culpable por las consecuencias que implica su enfermedad para la familia. Ese sentimiento, generado por estados depresivos, puede llegar a determinar conductas autodestructivas. La familia puede reforzar esa idea si acusa al enfermo de no prever sus crisis y de descuidar su medicación.

Por lo general los adultos con epilepsia consideran relevantes las fuentes comunitarias de apoyo social (amigos, hermanos de fe, compañeros de trabajo y vecinos). Sin embargo es apreciable una marcada tendencia al aislamiento. Si bien esto se puede venir presentando desde la infancia, ahora llega a resultar mucho más evidente. A menudo, la comunicación queda limitada a la pareja y se convierte en un ser totalmente dependiente. Incluso, la familia contribuye a esta situación al mantener al paciente alejado de sus problemas cotidianos, con la sana intención de evitarle preocupaciones que puedan desencadenar nuevos ataques. Esto, por el contrario, enfatiza o refuerza los sentimientos de inutilidad. Algunos autores aseguran que hasta los propios pacientes se autoagreden cuando explican las características de su enfermedad. La mayoría de ellos acrecientan su sentimiento de minusvalía con argumentos tales como:

– Si tienes epilepsia, nadie quiere saber de ti.

En ocasiones, y quizás como compensación a sus limitaciones reales o imaginarias, el paciente “asusta” a quienes lo rodean con historias de horror acerca de lo que puede suceder durante una crisis. Es así como se suelen reafirmar tales criterios. Uno de los grandes mitos que acompañan al paciente con epilepsia es el de ser un individuo violento y agresivo. Si bien algunos tipos de crisis pueden generar ciertos niveles de violencia y agresividad, paradójicamente cuando hay mayor control de las crisis, resulta evidente que esa afirmación es exagerada. Los estudios más serios realizados hasta la fecha no avalan la idea de que la epilepsia sea una condición indispensable para la aparición de esos trastornos. Al respecto, parece ser que otras alteraciones neurobiológicas originan niveles de violencia similares o superiores.

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Crisis de Epilepsia, Foto tomada de El Universal

Estudios recientes sugieren el empleo de terapias cognitivas y neuropsicológicas, para optimizar el tratamiento anticonvulsivo. El concepto obsoleto de personalidad epiléptica se halla en desuso en la actualidad, no solo por su inconsistencia teórico-metodológica, sino por las evidencias clínicas en su contra, pero la irritabilidad se sigue identificando en este tipo de enfermo. Desde principios de siglo se decía que la evolución prolongada y desfavorable de la epilepsia hacía aparecer en el paciente determinados rasgos (egocentrismo, pedantería, agresividad). Parece ser que ello es posible en estadios avanzados de la enfermedad como consecuencia de la inercia patológica creciente y la lenta movilidad de los procesos nerviosos, pero de ninguna manera puede asegurarse que sea una condición que afecte al paciente de manera fatal.

En el paciente de la tercera edad la epilepsia también implica riesgos que pueden ser resultado tanto del uso prolongado de drogas anticonvulsivas como de errores que se cometen en las instituciones de salud en las que con relativa frecuencia son internados. Se ha demostrado que el uso de varias drogas anticonvulsivas es uno de los factores responsables del deterioro neuropsíquico que puede presentar el paciente. Al respecto se plantea que la epilepsia crónica se suele acompañar de invalidez aprendida. Desde la vertiente psicológica queda claro el hecho de que las funciones psíquicas superiores del paciente no necesariamente se destruyen, que su funcionamiento cognitivo puede conservarse y que sus potencialidades son rescatables cuando no coexisten otras afecciones orgánicas (atrofia cortical, polineuropatías sensitivo-motoras).

Las instituciones, al enclaustrar al enfermo y alejarlo de la vida social, fertilizan un terreno propicio para el deterioro general y definitivo del paciente.

Por último el tema de la mortalidad en la epilepsia, aunque no está asociado a una etapa especifica del ciclo vital humano, debe ser valorado ya que resulta de interés general en diferentes grupos de población, principalmente en aquellos que padecen de enfermedades crónicas no transmisibles. Los estudios epidemiológicos más serios al respecto coinciden en que en los pacientes con epilepsia, la mortalidad está aumentada con respecto a la población supuestamente normal y entre las causas de muerte más importantes se destacan:

– Toxicidad medicamentosa.

– Broncoaspiración.

– Muerte secundaria a crisis o estados de mal epiléptico.

– Muerte súbita de causa inexplicable.

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