Reflexiones sobre la contemporaneidad: Redes Sociales

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Internet y los medios sociales, Psicoanálisis

Salgo del Instagram para meterme en el Facebook y de allí me voy al Wasap[1]. Esta espacialidad virtual, que se pretende consistente, me hace olvidar del espacio objetivo que habito: de mi cuerpo, de mis necesidades básicas, de mí ser. ¿Qué somos en los así llamados “medios sociales”? ¿Tenemos algún tipo de presencia? ¿Hay sujeto en la virtualidad? ¿Estaremos todos subsumidos en una locura global, de anonimato, des-implicación y acentuación de lo efímero de la existencia a grados proto-humanos donde el estatuto del otro se ha degradado a niveles impensados (y, Rimbaud dixit, en tanto “yo es otro”, mi sí-mismo consecuentemente?

El tiempo vuela. Una acción cualquiera es fotografiada o filmada y en cuestión de segundos ya es ´compartida´ (presuponiendo que a esto se le puede llamar compartir) al resto del planeta. Jugamos obscenamente con la creencia idiota de que es plausible abordar la totalidad de la vida gracias a Internet. Si bien salimos a caminar, respiramos aire puro, al rato ya lo estamos «anoticiando» a través de nuestros diferentes perfiles. Inclusive cuestiones de relevancia humana como el nacimiento, la enfermedad, la muerte.

Mucha superficialidad, demasiada superposición de elementos cuya importancia es bien dispar. Una reflexión espiritual puede ir seguida de un video bizarro y nada vale nada porque cualquier cosa es equivalente a otra. Todo es un continuo, una planicie tal y como lo es cualquier pantalla. Blackmirror, además de ser una serie norteamericana actual, hace referencia al “espejo negro” que todo gadget puede representar, en tanto símbolo del solitarismo posmoderno, significante del horror negro que lo imaginario impone a las subjetividades epocales. La web, por momentos, es el estómago de un porcino y nosotros, por si no nos hemos percatado, parte de lo que se ingesta.

Y se nos van las ganas. Cuanto más nos dejamos sujetar, subsumir, alienar, tragar por esa vorágine feroz e imperativa donde no vale quedarse afuera, cada vez menos nos parecemos a nosotros mismos. Es decir, sufrimos una tremenda pauperización de nuestra subjetividad, por efecto de la degradación superlativa que las tecnologías introducen en nuestros modos de interacción. Con esto no estamos queriendo significar que “todo tiempo pasado fue mejor”. Obviamente, el mundo se ha complejizado, no hay la misma cantidad de personas que hace años, décadas o siglos atrás. Se ha vuelto necesario que determinados productos, dispositivos, prácticas y costumbres se tornen acordes al momento. Pero esto no es sin consecuencias.

Reviso los mails. Chequeo algunos eventos. Leo una noticia de que en Youtube aparece una cantidad increíble de pornografía infantil velada, encubierta. La red es el lugar de flujo mórbido. Sin embargo, más allá del contenido, que compete a los Estados regular – de alguna manera – lo que allí circule, el punto es el impacto directo que sobre las individualidades y el colectivo Hombre lo digital introduce, por esta alteración tempo-espacial de nuestra realidad imaginaria y hablante. Las horas pasan, los sitios virtuales nos hacen desconocer que yacemos en un lugar que NO es ese. Y la respiración, el deseo, los nervios, esas contracturas, cierto apetito. Dimensiones que quedan atrapadas por la demanda de Google de seguir en The Matrix.

Pérdida del diálogo. Mayor propensión a la evasión del cara a cara. Dificultades con atisbos de inhibición y hasta fobias. Fobígenamente habita el ser hablante esta época y esta tierra, parafraseando a Heidegger.

Nause-abunda la histeria por doquier. Las carnes rehúyen de la mirada ajena, del acercamiento incalculado, del roce “de más”. Desconocimiento progresivo de nuestra corporeidad. La corporalidad maquínica, maniquí y maniquea; o sea, objetivada y moral. Mucho superyó. Es decir, GOCE.

La ilusión de que lo que no se hizo o de lo que no se hace en acto, se puede o se podrá reemplazar a través de estos mecanismos cibernéticos, involucra una posición denegatoria importante, que se articula a la cobardía neurótica frente a la acción. Se degrada la eficacia simbólica del lenguaje y del decir, que es siempre el trasfondo de un dicho-encarnado, un entramado o enjambre de enunciados soportados en un cuerpo fonador sexuado con una contingencia que no deja de tener un espesor. Hablante-seres densos, mortales, finitos, pro-yectados al futuro y de-vinientes del pasado, hacemos presente cuando hay corte en acto, no en el sentido estúpido de un vacuo “aquí y ahora”, sino en la orientación de una ética del instante cuyo desarrollo nos llevaría mucho más que este simple artículo.

Continuidad y bi-dimensión son las características del «homo videns» actual. Chatura y proyección constante. Nos convertimos en perfectos estultos, acríticos de la máquina que nos fagocita. Si no me respondés en dos minutos se pudre todo. ¿Cómo que no revisaste los mails si ahora los podés ver desde el celular? ¿En serio no usas Twitter? Y así. Mientras tanto, a ver con quién estuviste hablando, y este de dónde salió, dónde será esa foto. Celos, envidias, persecuciones enfermizas. Compensaciones permanentes respecto de lo que no se hizo. Y, sin darnos cuenta, nos vamos transformando en una suerte de monstruo engullidor pero anémico. Voraz de vacuidad, ahogado de aire, empapado de sequedad.

Estar adormecidos. Así nos quiere EL SISTEMA. ¿Qué es el sistema? Un engranaje del que todos aquellos que tuvimos algunas posibilidades (o muchas), somos parte y hacemos funcionar día a día. El pensamiento crítico implica invertir la propuesta. Es hacer hendidura y destacar el intersticio, dejar que fluyan las incoherencias propias y ajenas para ver a dónde conduce todo eso, eso que siempre se pretendió llamar “locura” y que no es la esquizofrenia ni la demencia sino la libertad del poeta, de lo artístico, la ruptura para con la estatuido como bueno/ malo, lindo/ feo, amigo/ enemigo. Es tomar la palabra, no callando por las intimidaciones no re-conocidas.

Los imbéciles y los canallas de siempre están al acecho. Cuando tienen viento a favor, meten los colmillos hasta el fondo. No tienen más principios que su propio beneficio, a cualquier costo. Porque hay que decirlo, los monstruos existen. La maldad es real. Una cosa es el fantasma y otra diferente la trata de blancas. Por un lado, están las fantasías reprimidas que retornan bajo la forma de síntomas y, por el otro, la corrupción institucional a todo nivel que arrasa subjetividades y dignidades. Tal vez, haya un puente entre lo uno y lo otro. En otras palabras: quizá el goce fantasmático lleve a muchos a volverse parte de lo peor de una sociedad, de lo más vil y morboso donde germinan complicidades, pactos y silencios pesados. Puede que la corrupción no sea sino el correlato de intensas elucubraciones personales de las que nada se quiso saber pero que ahora retornan bajo esta máscara desfigurada. Y socialmente, mientras el otro sea genuino, preferible tener un padre sodomita que ser-sin-padre. Siempre estamos en la lógica conversión-perversión, dentro de la neurosis y sus versiones del Pater. O sea, siempre vemos al significante fálico desde el palco del Otro envidioso, nos es muy costoso exsistir en relación a esa comodidad abarcadora y nos encanta hablar de “Ética”… desde una Playa colombiana y con un buen trago en la mano.

[1] Whatsapp dicho de manera correcta y no en el argot popular

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Psicoanalista y escritor egresado de la Universidad de Buenos Aires

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