Camila en la calle y Nicolás en casa

lluvia

Social

“Nada que un hombre haga lo envilece más que el permitirse caer tan bajo como para odiar a alguien”

-Dr. Martin Luther King

El ómnibus se llena de gente aún antes de salir de la terminal. Sin embargo, a mi lado queda uno de los pocos asientos libres. Algo que obviamente no dura por mucho tiempo. Varias cuadras más allá otro rebaño humano se agolpa para subir. Codazos, insultos, empujones. El clásico “pasen para el fondo que hay lugar” del chofer y la consiguiente ola de reproches a lo largo del pasillo abarrotado.

Una chica flaquita, menuda, delicada se escurre por entre los cuerpos apelotonados y finalmente cae sentada junto a mí. Trata de acomodarse el pelo y la campera de jean, pero es inútil. La marea humana y bamboleante del pasillo es irrefrenable. Nos vamos.

A los pocos minutos el ómnibus sale de la ciudad y se apagan las luces. Desde la ventanilla solo el alumbrado de la ruta serpenteando por el campo nos trae alguna claridad difusa en la noche.

Cuando la oscuridad se disipa puedo verla mejor. Tendrá apenas 17 años, no más. Pero a fuerza de un rabioso maquillaje parece mayor. Aunque con esa ridícula adultez de un niño cuando se viste con la ropa de sus padres. Permanece con la vista fija en un punto, más allá de las groserías escritas con marcador en el respaldo del asiento delantero. Es ella y su soledad en medio del gentío obscenamente apretujado. Tanto como ella aferra su bolso contra el pecho. Poco después empieza a llover.

– Me gusta cuando llueve -dice de repente, como saliendo de su abstracción. Y no sé si es a mí a quien habla. Y agrega:

– ¿Vio que la lluvia parece dibujar lágrimas en el vidrio?

Sí. Es a mí. Pero podría ser también a cualquier otro que esté cerca de una ventanilla.

Observo los caminos de la lluvia descendiendo por el cristal sucio y asiento a su reflexión. Ahí me doy cuenta de que ella estuvo llorando. Con un pañuelito de papel ya deshecho se seca los ojos y trata de sonreír. Es más que nunca una niña.

– No es nada -dice aún antes que alcance a preguntarle algo. Y se suena la nariz con la última esquinita sana del pañuelo.

– ¿Le gusta la lluvia? -no espera mi respuesta y agrega: A mí me trae nostalgia.

Noto que se le ha corrido el maquillaje de los ojos. Me genera tristeza. Y también curiosidad.

Seguimos viaje. Sigue lloviendo y seguimos a media luz. No vuelve a hablarme por un rato. Observo entonces cómo con un algodón se va quitando la pintura de la cara y del cuello. Se saca los aros y los guarda en el bolso. Ahí también va a parar la peluca con sus puntas enruladas castaño claro. El pelo original, negro, cortito, modifica sus facciones. Noto que también se cambia el calzado: los zapatos taco alto son reemplazados por unas zapatillas oscuras de lona. Veinticinco kilómetros más tarde, cuando el micro entra en el pueblo siguiente y las luces vuelven a encenderse, la chica que estaba a mi lado, si haberse movido del asiento, ha desaparecido. Nadie parece haberse dado cuenta.

Minutos después volvemos a la ruta y a su penumbra de noche y llovizna.

– Vuelvo a casa -me dice como dando una explicación- si llego vestida de chica duermo afuera… y ya ve cómo llueve…

Me cuenta que trabaja en la calle hace unos meses, que ahí es ‘Camila’, que a veces hace unos buenos pesos y entonces le lleva algo de regalo a su mamá. Pero que antes de llegar a casa debe volver a ser Nicolás si quiere que la dejen entrar.

Su familia está avergonzada. Solo su mamá, a escondidas, la escucha. Y es por ella que va de visita de noche. A estas horas las chismosas del barrio duermen junto a los machitos que cumplen la función de maridos, aunque sea esporádicamente.

La escucho y se me aprieta la garganta.

Me cuenta que a veces, con suerte, la llevan tipos ‘bien’: profesionales y políticos de abultada billetera y buena posición en su mayoría. Pero en otras termina golpeada en el parque, sin un centavo. Entonces busca refugio en lo de alguna compañera, en esa fraternidad que crea las vivencias de la noche.

La escucho en silencio. A su edad sabe más de la vida, de la calle y de la noche, que yo a mis treinta, con mis libros y mis andanzas.

Llego a destino. También se baja. ‘Hago trasbordo… todavía tengo una hora más de viaje’, me explica mientras luchamos entre el gentío que sale como vomitada del ómnibus.

Hace frío. Ya no llueve. Solo quedan los charcos y el barro. La plaza está oscura. Del otro lado, se alcanza a ver la garita desierta, apenas iluminada bajo un farol de luz amarillenta. Y hacia allá se dirige, a esperar otro bus. Nos despedimos. Cada cual de regreso a su mundo tan opuesto.

Camino un par de pasos, alejándome. Entonces siento el grito: “¡¡¡Morite, puto!!!”, seguido por el sonido de una botella de vidrio haciéndose añicos en la vereda.

Y ahí la veo. Corriendo a defenderse por cometer la transgresión de no ser como el montón. Un montón de porquería, seamos francos.

Vuelvo. Corro por la plaza hasta que la alcanzo. ‘No sea tonto’ me dice, casi sin aire. ‘¿O quiere que lo odien también?’.

Buscamos otra garita donde esperar el ómnibus. No sé por qué vuelvo. Tal vez porque me indigna la idiotez humana que pretende encajarlo todo en un molde cuadrado y cercenar lo que sobra. O pintarlo todo de blanco o negro, persignándose escandalizada al descubrir toda la variedad de grises que puede existir.

‘Gracias…de verdad’, me dice cuando llega el bus. Me da un beso apurado, clandestino. Sube y se va. Es solo una persona asustada. Camila o Nicolás, que importa el nombre.

Y me voy pensando en cómo se puede lastimar con tanta facilidad, se llame uno como se llame. Y no solo de un botellazo. También con la mojigatería cotidiana de una doble moral.

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SicologiaSinP.com - Carlos L. Di Prato

Técnico Superior en Psicología Social

Escritor independiente. Técnico Superior en Psicología Social. Operador en Salud Mental y Experto Universitario en Acompañamiento Terapéutico orientado a personas afectadas por el Mal de Alzheimer. Actualmente se encuentra realizando la Licenciatura en Ciencias para la Familia (Universidad Austral, Buenos Aires). Integra equipos técnicos gubernamentales, interviniendo con familias en situación de riesgo y/o vulnerabilidad. [...]