“No sé hablar de la felicidad, pero eso no quiere decir que no la haya tenido.”
Julio Cortázar
Sobre la felicidad tengo memorias ecoicas, porque si la felicidad fuese algo concreto sería un sonido de un pájaro mañanero. Siempre pensé que la felicidad llegaba a los veintidós años. Y tal vez lo verdadero de mi creencia es que en esa etapa se siente la falsa felicidad. Ese subidón que causa los sucesos triviales, el enamoramiento, los calentones con hombres mayores. La discursiva para ser feliz era una receta, una pizca para ser moral, otra dosis para ser buena estudiante y finalmente el casamiento. Yo sabía que esos cuentos eran la mayor trampa, una desfachatez, porque esos adultos que vendían el arnés de la felicidad solo fingían, estaban avergonzados y aburridos de sus propias vidas. Lo que ellos no saben es que la felicidad camina con la simpleza y que siempre duerme dentro de las personas. Yo fui feliz cuando tenía seis años y comía chuches mientras mi abuela me miraba con amor. Yo era feliz cuando mi madre salía a las 4:30 pm y me enseñaba a leer y yo me sentía segura en su regazo. Yo fui feliz cuando acariciaba a mi perro todas las noches en mi cama, en silencio siempre daba las gracias. Yo soy feliz cuando alguien me recuerda en la estantería de una biblioteca, cuando sé que hay domingos de museos y cuando tengo la certeza que existe el mar. Ya ves, la felicidad no es una formula, o un camisón exclusivo, ni conoce de riquezas. Sigo feliz en la mayor incomprensión, porque la felicidad es la esperanza, el inevitable dolor, la balanza de la vida. Y sí, he sobrevivido a la cruel monotonía del engaño, por eso mi felicidad no lleva nombre masculino. Así que nunca dudes que la felicidad también es silencio, incertidumbre, esos días en los que nada pasa.
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